LA MANDARINA

La mandarina dulce tiene su origen en Extremo Oriente y fueron los árabes quien las introdujeron en Europa a través de España en el siglo X.

 

PROPIEDADES DE LAS MANDARINAS

Este sabroso regalo del invierno proporciona toda la vitamina C y el betacaroteno que se necesita al día con solo dos piezas. Este nutriente es esencial para la resistencia a las infecciones; aumenta la absorción del hierro, el calcio y el fósforo y posee propiedades antioxidantes.

La fibra  –la pectina- confiere a la mandarina propiedades digestivas sobre todo en casos de estreñimiento y los flavonoides colaboran con las vitaminas en el refuerzo del sistema inmunitario.

BENEFICIOS DE LA MANDARINA PARA LA SALUD

REFUERZA LA INMUNIDAD

Las mandarinas deberían figurar en la dieta de todos, pero convienen especialmente a quienes se encuentran bajos de defensas y se muestran más propensos a sufrir catarros, procesos gripales, alergias respiratorias o infecciones por herpes. Son antivirales y antibacterianas, y neutralizan la acción de los radicales libres.

EN CASO DE ANEMIA

La mandarina resulta también aconsejable para personas anémicas y mujeres jóvenes que sufren de menstruaciones abundantes, ya que su vitamina C favorece la absorción del hierro.

REGULA EL COLESTEROL

La pectina de las mandarinas ayuda a bajar los niveles de colesterol en la sangre. Además, por su riqueza en magnesio, que fluidifica la sangre y evita la formación de coágulos, protege del riesgo de sufrir trastornos cardiovasculares y derrame cerebral.

Tomar mandarinas con regularidad es también recomendable para prevenir varices y hemorroides, ya que protegen los vasos sanguíneos y favorecen una buena circulación.

ELIMINA IMPUREZAS

Las mandarinas favorecen la eliminación de ácido úrico a través de la orina y son depurativas. Previenen la formación de piedras en el riñón e infecciones en las vías urinarias, como la cistitis. Son muy útiles para personas con problemas de artritis y gota.

 

CON MODERACIÓN EN CASO DE ACIDEZ

Las mandarinas, como cítricos, tienen su punto de acidez. Por ello, pese a sus propiedades y beneficios, tomarlas en exceso puede comportar problemas si se es proclive a padecer acidez estomacal, y esa misma acidez puede tener efectos adversos sobre la placa dental.

LA NARANJA DE EGON

Un texto de Pedro Casamayor

Cada mañana alguien, desconocido, le llevaba una naranja que su carcelero se encargaba de dejar a la vista entre las sábanas del catre. Aquella naranja era la única luz.

En la ciudad casi nadie se enteró de su ingreso en prisión. Tan solo un crítico de arte amigo suyo y una vecina con la que apenas tenía contacto. Aquella mujer admiraba profundamente la pintura de Egon. El trazo quebrado y erótico a la hora de dibujar la boca de las modelos, el color de las calcetas y su caída. La oscuridad del pubis en contraste con la tonalidad atardecida en los pezones de las mujeres.

El ritmo, en el mundo de sus sueños, lo marcaba con las exposiciones de pintura en las galerías de la ciudad, al igual que las pausas, el color de su ropa interior y las pesadillas más adelgazadas.

Después de tres o cuatro días de silencio en el estudio y de ver almacenada la correspondencia, la mujer decidió llamar a la puerta para interesarse por su vecino pero allí no había nadie, solo un ruido mudo y alargado por lo que se dispuso a ir a la policía y enterarse de algo. En la comisaría le dijeron que Egon estaba arrestado y en la cárcel, que no podían decirle mucho más y que no se admitían visitas. Ella sabía que una persona con la sensibilidad de Egon, con su manera de mirar al mundo no duraría mucho entre rejas por lo que pensó qué podría hacer para ayudar, de forma anónima, a levantar el ánimo de su admirado artista. La solución la encontró en la esquina al ver un puesto de fruta donde resaltaban, de forma luminosa, un montón de naranjas. La luz las cubría bombeando su calor. Dando al invierno un pretexto alegre en el que esperar a la primavera.  Por lo que decidió llevarle cada mañana una naranja como fuente de energía, confianza y cariño.

Durante los primeros días, para olvidar un poco el frío y el paso del tiempo, Egon pintaba en las paredes con su saliva mezclada con las tonalidades tenues de la verdura cocida que le ponían en el almuerzo. Aprovechaba los desconchones de la pared para dar volumen a personajes y al movimiento de las sombras pero aquellas manchas desaparecían pronto tragadas por la humedad de los muros. Repetidamente había solicitado pinturas y papel a la dirección de la cárcel pero nunca llegaba una respuesta. Hasta que al noveno día escucharon sus súplicas y por fin pudo disponer de material para pintar.

Veinticuatro días en la cárcel resistiendo burlas, el olor de sus propios desechos y sobre todo la fealdad ofensiva de los humanos. Quinientas setenta y seis horas de preguntas sin respuesta, de desesperación, agarrado a un único salvavidas con forma de naranja.

¿Quién sería aquella persona? ¿De qué color tendría los ojos y la piel? ¿Qué clase de bondad divina la guiaba cada día hasta la puerta de su celda? Desde el momento en que le dejaban la fruta, Egon se daba al estudio minucioso de los poros de su cáscara, de su contorno infinito. Diseccionaba el olor que dejaba en las manos después de darle una y mil vueltas buscando en su aspecto algún roce del viento, el rumor de la última lluvia de estrellas y luego llevaba el aroma al papel.  Tanta devoción terminaba en la tarde, saboreando la fruta plácidamente con la ayuda de una felicidad destilada entre todos los sentidos.

Reproducía la fruta sobre una silla, entre la ropa de la cama, sobre una tabla, en el suelo. La acomodaba sobre el único rayo de sol que entraba por la tarde a la celda, dejando que la luz la devorase hasta desaparecer. La luz devorada por la luz sería el nombre del cuadro al cabo de los años.

Las jornadas pasaban y la claridad se renovaba con la sola presencia de una nueva naranja. Pero Egon sentía como el cansancio se instalaba entre sus huesos. Los colores cada vez más apagados en sus ojos. Apenas paseaba el rato que le dejaban en el patio con otros presos mientras que, en su cabeza, no paraba de preguntarse por los motivos de su ingreso en prisión. Hasta que llegó el día de salir de presidio y regresar al mundo del estudio, de las tabernas de madrugada y los marchantes de arte. La mujer volvería a ver pasar, por la mirilla de su casa, a todas las muchachas que Egon pintaba, reanudando, en la noche, los ruidos de las fiestas y el olor a alcohol y deseo. A imaginar, entre las risas de las chicas, los trazos de los pinceles al contornearse y hacer las curvas de unas caderas, al resbalar el carboncillo por el lienzo hasta profundizar por la parte interna de los muslos.

La salud de Egon comenzó a debilitarse. El frío y la humedad de Viena, junto a una vida de excesos y descuidos comenzaron a calar en sus pulmones. La temida gripe española lo fue debilitando tos a tos, pincelada tras pincelada. Hasta que la muerte lo abrazó una mañana de octubre igual que a la doncella de unos de sus cuadros más famosos.

A pesar de la tristeza, en la mente de aquella mujer, se siguieron escuchando en las noches los gemidos y las risas atravesando las paredes.  Continuaría despertando con la luz de los ojos de Egon al cruzarse por las escaleras, con el olor de las pinturas al secar en los meses de verano.

En su rutina no hubo un día que no atravesara el pasillo de aquella cárcel para seguir dejando una naranja sobre las sábanas de la vieja cama. Aquella naranja se convirtió en un buen motivo. En su única luz.

Basado en el libro “Egon Schiele en prisión”

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